Canción de tumba
Julián Herbert
206 pp.
Mondadori, México, 2011
Tomo el título del
propio texto de Herbert. Es una virtud literaria hacer coincidir las geografías
humanas con las físicas, lograr que se correspondan en plenitud. En la novela
de Julián Herbert, el lector puede elegir entre dos relatos que están
íntimamente fundidos en la figura del protagonista. Por un lado, el relato
autobiográfico del autor, que narra cómo transcurre su vida unida a la de su
madre: una prostituta gravemente enferma ―por cierto, a la cual la burocracia
del Hospital de Saltillo le ha agringado el apellido: “Charles” en lugar de
Chávez. Por otro lado, el relato de un país, su México natal, por la novela
transcurren todos los temas que lo afligen: el papel de la mujer en la
sociedad, el de la desaparición de los padres, el “filofascismo” de Calderón,
las desapariciones adeudadas por el PRI, el sindicalismo convertido en lacra,
la burocracia amenazante y enquistada, las muertes del narcotráfico. Además, en
ese esfuerzo del autor para que nada quede suelto, el protagonista narra dos
viajes que parten de México y sirven al efecto de establecer coordenadas
geográficas: uno a Berlín (la ciudad en la que cayó el muro, la ciudad que
representa la absorción del comunismo por el orden capitalista occidental) como
escritor, un viaje pausado, con su novia, un viaje de creación; el otro a La
Habana (ciudad en la que aún sigue vigente el régimen socialista) como joven
destructor, testigo del exceso y de personajes estrafalarios, sobre los que en
la última parte del libro se llega incluso a cuestionar su veracidad.
El estilo de Herbert
es ágil, en ocasiones su lenguaje se estiliza y se llena de lirismo, ya sea para
narrar hechos sublimes ya para bucear por los bajos fondos de la droga, la
prostitución y la miseria. De cualquier forma, el uso del lenguaje está
ajustado al desarrollo de la acción y a los sentimientos que alberga el
protagonista, con una primera persona que permite empatizar más con el lector,
con el cual el autor-narrador ha suscrito un pacto sólido desde el inicio de la
novela y que sólo se ve en entredicho en la última parte cuando algunos sucesos
y personajes son cuestionados en su existencia por el propio autor-narrador, el
cual difumina los límites entre la realidad y la ficción, muestra al personaje
controvertido y contradictorio que hay detrás del “yo” y lanza al lector a un
vacío en el que no tiene más remedio que preguntarse: ¿es éste el mundo ―el
México― que hemos construido?, cuyo correlato geográfico-personal sería:
“¿quién era el fantasma: mi padre o yo…?”. Julián Herbert plantea las bases de
un relevo generacional, la madre ha muerto tras una larga enfermedad, los
herederos deberán bajar a Comala con un mandato: “exígele lo nuestro. Lo que
estuvo obligado a darme y nunca me dio…”, sólo así los nuevos recién nacidos
darán sentido a esa Suave Patria que bien captara Ramón López Velarde.
Conrado Arranz
julio de 2012
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