martes, 24 de enero de 2012

Cartuchoy

Hace ochenta y un años, la escritora mexicana Nellie Campobello no quería hacer un relato actual.

EL MUERTO
Los balazos habían empezado a las cuatro de la mañana, eran las diez. Dijeron que El Kirilí y otros eran los que estaban “agarrados” en la esquina del callejón de Tita, con unos carrancistas que se resguardaban en la acera de enfrente. El caso es que las balas pasaban por la mera puerta, a mí me pareció muy bonito; luego luego quise asomarme para ver cómo peleaba El Kirilí. Mamá le dijo a Felipe Reyes, un muchacho de las Cuevas, que nos cuidara y no nos dejara salir. Nosotras, ansiosas, queríamos ver caer a los hombres; nos imagináamos la calle regada de muertos. Los balazos seguían ya más sosegados. Felipe se entretuvo jugando con unas herramientas y saltamos a una ventana mi hermano y yo; abrimos los ojos en interrogación. Buscamos y no había ni un solo muerto, lo sentimos de veras; nos conformamos con ver que de la esquina todavía salía algún balazo, y se veía de vez en cuando que sacaban un sombrero en la punta de un rifle.
            De pronto salió de la esquina, donde estaba Kirilí, un hombre a caballo; a poquito andar, ya estaba frente a la casa ―le faltaba una pierna y llevaba una muleta atravesada a lo largo de la silla―; iba pálido, la cara era muy bonita, su nariz parecía el filo de una espada. Él creía que iba viendo un grupo de hombres grises, que estaban allá arriba de la calle y que le hacían señas. No volteó ni nada, iba como hipnotizado con las figuras. En ese momento no se cruzaban los balazos.
            ―Mira qué amarillo ―dijo mi hermana con un chillido que me hizo recordar a Felipe Reyes.
            ―Va blanco por el ansia de la muerte ―dije yo convencida de mis conocimientos en asuntos de muertos.
            Dos segundos y al llegar a la calle del Ojito desapareció. Los hombres comenzaron a disparar sobre la esquina de Tita, más fuerte que nunca; esto pasó en un instante, como si dijera en tres minutos. Fuimos arrastradas de la ventana por Felipe Reyes.
            Ya no había balazos; salió toda la gente de sus casas, ansiosa de ver a quiénes les había “tocado”; había pocos conocidos por aquel rumbo, algunos carrancistas de frazadas grises, mugrosos y con las barbas crecidas.
            El mochito, con su uniforme cerrado y unos botones amarillos que le brillaban con el sol, estaba tirado muy recto como haciendo un saludo militar. Tenía la bolsa al revés, los ojos entreabiertos, el zapato a un lado de la cara, agujereado por dos balazos. Dicen que cuando ya estuvo caído le dieron dos tiros de gracia, poniéndole el zapato en la cara ―él tenía dos manchitas, una junto del medio de las cejas y otra más arriba y no estaba quemado de pólvora―. Dijeron que le habían puesto el zapato para que sus “tontas” ―adjetivo que le daban a las novias― no lo vieran feo.
            A pesar de todo, aquel fusilado no era un vivo, el hombre mocho que pasó frente a la casa ya estaba muerto.

Campobello, N., Cartucho. Relatos de la lucha en el Norte de México, México, Era, 1999, pp.76-77
(primera edición, México, Ediciones Integrales, 1931)

lunes, 16 de enero de 2012

Teatro de mundo

¿Existe la posibilidad de elaborar una Teoría de la Humanidad?, “¿Hacia dónde debe el hombre dirigir su pensamiento para que no lo consideren loco?”, ¿pueden vivir juntos y encontrar espacios comunes un hombre sano que se quiere suicidar y una enferma terminal que quiere por encima de todo vivir?, ¿se puede producir ficción a través de una Teoría de la Humanidad y realidad en un sanatorio?, ¿se puede jugar a salvar a todos y asumir una condena propia en cada una de estas salvaciones?, ¿un hombre bastarde puede usar la fotografía para ocultar a los demás una discapacidad física? Aunque no es fácil, los personajes de Tavares intentan responder a estas y otras preguntas, disfrazan bajo la razón posible que pueda encontrarse en un sanatorio o en una habitación doméstica. Las contradicciones de la condición humana quedan reflejadas en las luchas obsesivas de los personajes. Tavares moldea el carácter de los personajes sólo a partir de los otros pese a que parecen estar solos, como autómatas, representando un papel dentro de un escenario parecido al que se desenvolvía Nicole Kidman en Dogville. Son luz en la oscuridad. También hay muerte, porque los personajes se enfrentan, porque los lectores y el autor están obligados a entenderse, porque el narrador maneja a los personajes con soltura y transparencia para significar. Porque todos somos culpables.


Jerusalén, de Gonçalo M. Tavares, no defrauda. A continuación, la reseña para Separata. Revista de pensamiento y ejercicio artístico.

Agosto, 2011







TEATRO DE MUNDO

Jerusalén
Gonçalo M. Tavares
223 pp.
Mondadori, Barcelona, 2009


Tavares hace fácil la aprehensión de la esencia del ser humano sobre la base de una sencilla historia de personajes teatrales que concurren en un espacio no tan ajeno a nuestro contexto. La lectura de Jerusalén se aproxima más a una turbadora vivencia teatral o cinematográfica que a un desafío del lector ante un texto muy bien escrito que también. Dispongámonos en la primera fila: somos privilegiados espectadores de las secuencias que se suceden de una manera fragmentaria. Se abre un telón inexistente y una luz difusa ilumina el rostro de Ernst que mira obsesivamente hacia una ventana abierta en el lado derecho de nuestro escenario el opuesto a nuestra ubicación; un timbre telefónico suena en repetidas ocasiones hasta catorce sacudidasy parece reclamar con ello el protagonismo que merece un componente iniciático de la vida. Después, los sucesos se plasman como detalles minimalistas de la ficción, pequeñas verdades que recolectaremos si es que nuestro deseo se centra en desentrañar el hecho magnífico de que seis personajes (Ernst, Hanna, Theodor, Mylia, Hinnerk y Kaas) se den cita casual en una solitaria madrugada de una ciudad cualquiera, reclamando, como ya hiciera Pirandello en Seis personajes en busca de autor, que alguien les dé vida. Más ardua resulta la salvación espiritual que intenta alguno de ellos al solicitar su entrada en la iglesia tras haber quebrantado sólo en apariencia uno de los mandamientos sagrados que quedaron recogidos antaño en el Éxodo o en el Deuteronomio: no matarás.
La cárcel espacio (físico) privativo de la libertad de los seres humanos, en donde este mismo personaje debe purgar las consecuencias de su acto, no dista mucho de parecerse al sanatorio mental Georg Rosenberg en donde transcurre parte de la acción. El sanatorio, a su vez, podría ser una metáfora del modelo de sociedad que estamos construyendo los sujetos de hoy. Allí se arrojan al cubo de la basura los pensamientos que no interesan y estar curado significa “también olvidar el trayecto que permitiría recuperarlos de nuevo”. El resultado, parece claro sobre la imagen de Kaas: el hombre, bastardo de su historia, es hoy un discapacitado físico que intenta ocultar sus defectos a los demás por medio de sus propias fotografías. El olvido se convierte en una enfermedad peligrosa; por supuesto, también el miedo y la violencia mundial que estudia Theodor, un sobresaliente investigador venido a menos epistemólogo, tal vez, como Tavares. Jerusalén, que sólo aparece nombrada en el título y dentro de un dicho popular en la boca de uno de los personajes, parece cobrar relevancia en este contexto de convivencia entre civilizaciones potencialmente opresoras y civilizaciones oprimidas. La línea que separa el pensamiento de la locura los escenarios que conoce el lector de los escenarios de la ficción, es tan delgada que podemos asistir al cierre del telón inexistente que abrió la novela y darnos cuenta de que quizá nunca ha sucedido lo que hemos presenciado o sí, y que sólo la recuperación de nuestro pensamiento podría ser capaz de descifrarlo.


Por Conrado Arranz