sábado, 15 de enero de 2011

Paseando reflexionando con Sergio Chejfec

Entrado el año –con sus pormenores y matices peculiares: un viaje a un Berlín congelado, la punta de un cuchillo intentando alcanzar el sistema nervioso, el eco de una nevera rebelde–, me cuesta encontrar la manera a través de la cual abordar la literatura de Sergio Chejfec y, con ella, la de impulsar este blog. Influjos lunares a parte, me valgo de una imagen usurpada –por tanto, original–, que pertenece a una crónica de la escritora Giovanna Rivero:

“Las perfectas cabezas de Ponte y Chejfec centelleaban bajo el sol de Menorca y yo pensé en una secta de telépatas, de E.T. capaces todavía de salvar el mundo”

Motivaciones capilares a parte, la realidad impone reconocerlos como dos atrayentes pensadores, poseedores de una vasta y profunda cultura literaria (sobre Antonio José Ponte tengo pendiente escribir una noticia en torno a su plática sobre Lezama Lima en Casa de América, una grata experiencia), que cualquier receptor agradece.

Sergio Chejfec

Foto extraída de la revista teína, nº 20, febrero de
2009 (incluye entrevista al autor)

Es como escribe. Y esto –creo humildemente– no es fácil en una sociedad que impone criterios alejados de la individualidad de los autores. Leo Mis dos mundos y me siento pasear al lado de un Chejfec transparente en una especie de juego en el que él cree que yo no sé lo que piensa y, sin embargo, yo sí lo percibo literalmente.

Después de escribir la reseña sobre Mis dos mundos (Barcelona, Candaya, 2008) para Separata –que reproduzco más abajo en virtud de la generosidad de su Director, Federico de la Vega, que nos remite a Madrid los ejemplares con periodicidad– encontré una entrevista al autor en 18 escritores. La novela latinoamericana contemporánea (Barcelona, Ediciones Barataria, 2010), libro que publica Barataria, en donde Paz Balmaceda dialoga con muchos escritores, en el marco del último Fet a Amèrica. En la misma, Chejfec, seguramente sin querer, vuelve a transparentar la clave de su literatura, después de una larga digresión, “en gran medida porque la vacilación no me ha abandonado” (p.162), apunta: “Incluso diría que un escritor escribe para disolver su voz. No pienso en mis libros como reveladores de nada en particular, ni como vehículos de experiencia. Los pienso como instrumentos de lectura” (p.169). Podríamos decir que Chejfec hace una literatura disolvente, una literatura de la desaparición, de la abstracción del autor en la letra.
Foto extraída del diario digital Perfil.com
Mis dos mundos es una reflexión: el recorrido de un camino que comienza a construirse sobre aspectos del mundo material y, sin embargo, se proyecta a la subjetividad del personaje-narrador(-autor).

Recuerdo que en mis años de estudio en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense –me gustaba la ciencia jurídica aunque no sabía muy bien por qué–, pasaba jornadas completas en el campus, disponía el horario de las asignaturas  a lo largo de todo el día, seguramente para huir de situaciones reales que no quería afrontar; deduzco, por tanto, ahora, que ser licenciado en Derecho constituye una irrealidad que lucha demoniacamente con un diploma oficial firmado por el Rey (no me refiero al protagonista de la fantástica ranchera de José Alfredo). Sea como fuere, necesitaba válvulas de escape a tanta regulación, supongo que me gustaba interpretar los textos pero llegaba un punto en que la imposición del hombre para el hombre me infundía ciertas distancias. Distancias. El escapismo lo llevaba a cabo a través de dos operaciones que se podían reducir a dos distancias: 50 metros, por un lado y 5 kilómetros, por otro. Ambas podría ahora calcularlas con precisión a través del google earth pero perderían todo el simbolismo y el romanticismo que las envuelve, es decir, toda la creencia que yo había depositado en ellas, como una especie de coordenadas vitales. Ambas distancias tenían como origen la Facultad de Derecho: la primera se sustanciaba fácilmente poniendo dirección a la Biblioteca de la Facultad de Filosofía –llena de tantos libros desconocidos–, mientras que la segunda significaba un largo y peculiar paseo hacia mi casa en Puente de Vallecas.

Quiero creerme que a estos trayectos pone voz Sergio Chejfec en Mis dos mundos cuando afirma: “caminar es poner en escena la ilusión de autonomía y sobre todo el mito de la autenticidad” (p.13). Los paseos se convierten en una sustancia personal, la ciudad parece amoldarse a la realidad de la persona, “la medida de la ciudad es uno, eso lo sabe solamente quien camina para nada” (p.57).

Chejfec elige un parque como núcleo central de la narración –un espacio verde dentro de la materia gris. El parque se convierte en un espacio interior y exterior al mismo tiempo, en donde el lector tendrá dudas para desplegar el significado de las palabras que ambientan el relato. Emociones, sentimientos, aristas, ángulos, van a mostrar su significado en relación a la conciencia del personaje, también hay espacio para el surrealismo a través de la imagen de unos cisnes artificiales (que figuran en la portada de la edición española que lleva a cabo Candaya –paradójicamente observo que también la edición originaria de Alfaguara Argentina reproduce esos mismos cisnes pero mirando hacia el lado contrario y pienso si responderá a un juego editorial o a una metáfora o escenificación del alejamiento de ambas partes del mundo). Se produce un desdoblamiento, y éste facilita la apología del acto de escribir y su relación con el inconsciente: el caminante se dirige a un punto futuro y, sin embargo, sale del presente para acudir a un espacio vacío más amplio y difuso, el pasado. El universo personal del narrador va desplegándose como a través de cada paso, de cada recorrido, de cada distancia, el lector –que también es el narrador– espera sin impaciencia un desenlace –o tal vez no–, “así como uno no elige el momento en que va a nacer, también ignora los mundos variables que va a habitar” (128).

Un placer sumergirse en la literatura de este extraterrestre. Presiento que no será la última vez que lo haga.



Reseña de Mis dos mundos, para Separata. Revista de pensamiento y ejercicio artístico, nº.16, Santiago de Querétaro, agosto de 2010. También en Candaya.


LA RETÓRICA DEL CAMINANTE
Mis dos mundos
Sergio Chejfec
128 p
Candaya, Barcelona, 2008

Un parque es “el terreno destinado en el interior de una población a prados, jardines y arbolado para recreo y ornato” –apuntan nuestros académicos de la lengua–, lugar elegido para la indiferencia, para la despreocupación de las labores cotidianas, espacio en el que no todo es lo que parece ni lo que parece es necesariamente real, mapa privilegiado para los juegos literarios del escritor. Encontrar un parque es la obsesión del narrador-personaje de Mis dos mundos cuyo título ya nos aventura una inmersión en primera persona en dos espacios paralelos que podrían no tener por qué coincidir pero que lo hacen bajo la intensa actividad de un lector participativo apoyado por un escritor que se realiza –paradójicamente– en el difícil arte del no-escribir. Ya dentro caminamos con él, nos reconocernos en un personaje que carece de elementos corporales que lo definan –invisible para todos–, confiamos intuitivamente en un Chejfec esquivo que juega a situarse en los vértices del triángulo de la lectura. Observador activo y pasivo a un mismo tiempo, el motor narrativo es la imaginación, el acto mismo de pensar-en-marcha, de trasladarse a esa zona verde, abandonada y atemporal, sin tener necesariamente que moverse de la habitación de un hotel o de un Café a las orillas de un lago, en una ciudad del sur de Brasil, espacios tentativos en donde cualquier escritor estaría llamado a poner en marcha su pluma.
Bajo un ritmo merodeante pero de extraordinaria economía expresiva, el narrador cede a la voluntad de lo que denomina, tras su toma de conciencia como escritor, “vibraciones mínimas”. Se sumerge en un mundo en el que sólo los animales, a diferencia de los transeúntes del parque, parecen prestarle atención bajo la siempre interrogante y estilizada curvatura del cuello de los cisnes. La mayor virtud de la obra es la de convertir un paseo deliberativo en la construcción de una inmensa obra de arte –al estilo de los móviles de Miró– en la que metaliteratura, filosofía del lenguaje y acceso al conocimiento a través de métodos intuitivos, racionalistas o empíricos, forman un todo. Frases largas de asombrosa precisión, yuxtaposición de ideas a través de paréntesis o ausencia de nexos, van alicatando el camino hacia la profundidad. A Chejfec agradecemos su honestidad; lejos de esconder sus propósitos para beneficiarse de los efectos que generarían en el lector al final del libro, se reconoce el personaje-narrador, con orgullo, en los dibujos de Kentridge del que disfruta con “la materialidad de su obra, su profunda y sincera artificiosidad, porque exhibe la construcción concentrada que va dándole forma y la organiza”. Eso sí, descubrimos en el desorden un procedimiento privilegiado para significar, el mismo que lo redime como personaje-narrador de su pasado. Sus dos mundos son reconciliables, no existen contrastes, son ejemplos de convivencia y adaptación, es difícil apreciar en cuál de ellos habite.
El paseo por el parque se constituye como metáfora totalizadora de la inmersión cognoscitiva en un tiempo natural, subjetivo, un viaje hacia la mancha verde que aún podemos encontrar en los diferentes pliegues de la materia gris del ser contemporáneo que utiliza el lenguaje como un automatismo más. Chejfec, a través del pensamiento –sin escribir–, consigue un soliloquio silencioso hacia el exterior en el que el lector se convierte en el único personaje privilegiado y autorizado para entrar ¿cargaremos con la culpa derivada de no hacerlo?

Por Conrado Arranz